Siglo de oro

El término Siglo de Oro fue concebido por el erudito y anticuario dieciochesco Luis José Velázquez, marqués de Valdeflores (1722-1772), quien lo empleó por primera vez en 1754, en su obra crítica pionera Orígenes de la poesía castellana,1 aunque para referirse exclusivamente al siglo XVI. Posteriormente la definición se amplió, entendiendo toda la época clásica o de apogeo de la cultura española, esencialmente el Renacimiento del siglo XVI y el Barroco del siglo XVII.2 Para la historiografía y los teóricos modernos, pues, y ciñéndose a fechas concretas de acontecimientos clave, el Siglo de Oro abarca desde la publicación de la Gramática castellana de Nebrija en 1492 hasta la muerte de Calderón en 1681.

Al final del siglo XVIII ya se había popularizado la expresión «Siglo de Oro» (creada a mediados del siglo por Valdeflores, como dijimos, y que pronto prendió) que suscitaba la admiración de don Quijote en su famoso discurso sobre la Edad de Oro. En el siglo XIX la terminó de consagrar el hispanista norteamericano George Ticknor en su Historia de la Literatura española, aludiendo al famoso mito de la Teogonía de Hesíodo en que hubo una serie de edades de hombres de distintos metales cada vez más degradados.

Con su unión dinástica, los Reyes Católicos esbozaron un estado políticamente fuerte, consolidado más adelante, cuyos éxitos envidiaron algunos intelectuales contemporáneos, como Nicolás Maquiavelo; pero ideológicamente dominado por la Inquisición eclesiástica. Los judíos que no se cristianizaron fueron expulsados en 1492 y se dispersaron fundando colonias hispanas por toda Europa, Asia y Norte de África, donde siguieron cultivando su lengua y escribiendo literatura en castellano, de forma que produjeron también figuras notables, como José Penso de la Vega, Miguel de Silveira, Jacob Uziel, Miguel de Barrios, Antonio Enríquez Gómez, Juan de Prado, Isaac Cardoso, Abraham Zacuto, Isaac Orobio de Castro, Juan Pinto Delgado, Rodrigo Méndez Silva o Manuel de Pina, entre otros. En enero de 1492 Castilla conquista Granada, con lo que finaliza la etapa política musulmana peninsular, aunque una minoría morisca habite más o menos tolerada hasta tiempos de Felipe III. Además, en octubre Colón llega a América y el afán guerrero cultivado durante las guerras medievales de la Reconquista se proyectará sobre las nuevas tierras, como asimismo sobre Europa en "la gesta más extraordinaria de la historia de la Humanidad" según escribe el historiador Pierre Vilar. Sin embargo, y sobre todo a mediados del XVI, son perseguidos o tienen que emigrar los erasmistas y los protestantes españoles, entre ellos los traductores de la Biblia al castellano, como Francisco de Enzinas, Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, además de los humanistas protestantes Juan Pérez de Pineda, Antonio del Corro o Juan de Luna, entre otros.

Durante el apogeo cultural y económico de esta época, España alcanzó prestigio internacional en toda Europa. Cuanto provenía de España era a menudo imitado; y se extiende el aprendizaje y estudio del idioma (véase Hispanismo).

Las áreas culturales más cultivadas fueron literatura, las artes plásticas, la música y la arquitectura. El saber se acumula en las prestigiadas universidades de Salamanca y Alcalá de Henares.

Las ciudades más importantes de este periodo son: Sevilla, por recibir las riquezas coloniales y a los comerciantes y banqueros europeos más importantes, junto con la delincuencia internacional; Madrid, como sede de la Corte, Toledo, Valencia, Valladolid (que fue capital del Reino a comienzos del siglo XVII) y Zaragoza.

España produjo en su edad clásica algunas estéticas y géneros literarios característicos que fueron muy influyentes en el desarrollo ulterior de la Literatura Universal.

Entre las estéticas, fue fundamental el desarrollo de una realista y popularizante tal como se había venido fraguando durante toda la Edad Media peninsular como contrapartida crítica al excesivo, caballeresco y nobilizante idealismo del Renacimiento: se crean géneros tan naturalistas como el celestinesco (Tragicomedia de Calisto y Melibea de Fernando de Rojas, Segunda Celestina de Feliciano de Silva, etc.), la novela picaresca (Lazarillo de Tormes anónimo, Guzmán de Alfarache, de Mateo Alemán, Estebanillo González), o la proteica novela polifónica moderna (Don Quijote de la Mancha), que Cervantes definió como «escritura desatada».

A esta vulgarización literaria corresponde una subsecuente vulgarización de los saberes humanísticos mediante los populares géneros de las misceláneas o silvas de varia lección, leidísimas y traducidísimas en toda Europa, y cuyos autores más importantes son Pero Mexía, Luis Zapata, Antonio de Torquemada, etcétera.

A esta tendencia anticlásica corresponde también la fórmula de la comedia nueva creada por Lope de Vega y divulgada a través de su Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo (1609): una explosión inigualable de creatividad dramática acompañó a Lope de Vega y sus discípulos, que quebrantaron como él las unidades aristotélicas de acción, tiempo y lugar: todos los autores dramáticos de Europa acudieron luego al teatro clásico español del Siglo de Oro en busca de argumentos y como una rica almoneda y cantera de temas y estructuras modernas cuyo pulimento les ofrecerá obras de carácter clásico.

Muchos de estos temas provenían de la rica tradición medieval pluricultural, árabe y hebrea, del Romancero y de la impronta italianizante de la cultura española, a causa de la presencia política del reino español en la península itálica durante largos siglos. Por otra parte, géneros dramáticos como el entremés y la novela cortesana introdujeron también la estética realista en los corrales de comedias, y aun la comedia de capa y espada tenía su representante popular en la figura del gracioso.

A esta corriente de realismo popularizador sucedió una reacción religiosa, nobiliaria y cortesana de signo Barroco que también hizo notables aportaciones estéticas, correspondiendo a una época de crisis política, económica y social. Al lenguaje claro y popular del siglo XVI, el castellano vivo, creador y en perpetua ebullición de Bernal Díaz del Castillo y Santa Teresa («sin afectación alguna escribo como hablo, y solamente tengo cuidado en escoger las palabras que mejor indican lo que quiero decir», escribía Juan de Valdés, de lo que se hacía eco Garcilaso cuando decía «más a las veces son mejor oídos / el puro ingenio y lengua casi muda / testigos limpios de ánimo inocente / que la curiosidad del elocuente») sucederá, aun siendo cronológicamente más reciente, la lengua más oscura, enigmática y cortesana del Barroco. Resulta, pues, que la literatura del Renacimiento de hace cinco siglos es más legible que la lengua del Barroco de hace cuatro.

La lengua literaria del Barroco se enrarece con las estéticas del Conceptismo y del Culteranismo, cuyo fin era elevar lo noble sobre lo vulgar, intelectualizando el arte de la palabra; la literatura se transforma en una especie de escolástica, en un juego o un espectáculo y las producciones moralizantes y por extremo ingeniosas de un Francisco de Quevedo y un Baltasar Gracián distorsionan la lengua, aportándole más flexibilidad expresiva y una nueva cantera de vocablos (cultismos). El lúcido Calderón crea la fórmula del auto sacramental, que supone la vulgarización antipopular y esplendorosa de la Teología, en deliberada antítesis con el entremés, que, sin embargo, todavía sigue teniendo curso; pues estos autores todavía son deudores y admiradores de los autores del XVI, a los que imitan conscientemente, aunque para no repetirse refinan sus fórmulas y estilizan cortesanamente lo que otros ya crearon, de forma que se perfeccionan temas y fórmulas dramáticas ya usadas por otros autores anteriores.

 

A fines del siglo XVI se desarrolla notablemente la Mística (Juan de la Cruz, San Juan Bautista de la Concepción, San Juan de Ávila, Santa Teresa de Jesús) y la Ascética (fray Luis de León, fray Luis de Granada), para entrar en el siglo XVII en decadencia tras una última corriente innovadora, el Quietismo de Miguel de Molinos.

España experimentó una gran ola de italianismo que invadió la literatura y las artes plásticas durante el siglo XVI y que es uno de los rasgos de identidad del Renacimiento: Garcilaso de la Vega, Juan Boscán y Diego Hurtado de Mendoza introdujeron el verso endecasílabo italiano y el estrofismo y los temas del Petrarquismo; Boscán escribió el manifiesto de la nueva escuela en la Epístola a la duquesa de Soma y tradujo El cortesano de Baltasar de Castiglione en perfecta prosa castellana; contra estos se levantaron nacionalistas como Cristóbal de Castillejo o Fray Ambrosio Montesino, partidarios del octosílabo y de las coplas castellanas, pero igualmente renacentistas. En la segunda mitad del siglo XVI ambas tendencias coexistieron y se desarrolló la ascética y la mística, alcanzándose cumbres como las que representan San Juan de la Cruz, Santa Teresa y Fray Luis de León; el petrarquismo siguió siendo cultivado por autores como Fernando de Herrera, y un grupo de jóvenes nuevos autores comenzó a desarrollar un Romancero nuevo, a veces de tema morisco: Lope de Vega, Luis de Góngora y Miguel de Cervantes; el mejor poema de épica culta en español fue compuesto en esta época por Alonso de Ercilla, La Araucana, que narra la conquista de Chile por los españoles, y entre las figuras excepcionales de la lírica figuran poetas tan interesantes como Francisco de Aldana, al lado de figuras como Andrés Fernández de Andrada, los hermanos Bartolomé y Lupercio Leonardo de Argensola, Francisco de Rioja, Rodrigo Caro, Baltasar del Alcázar o Bernardo de Balbuena.

 

Posteriormente, durante el siglo XVII, la expresión literaria fue dominada por los movimientos estéticos del conceptismo y del culteranismo, expresado el primero en la poesía de Francisco de Quevedo y el segundo en la lírica de Luis de Góngora. El conceptismo se distinguía por la economía en la forma, a fin de expresar el máximo significado en un mínimo de palabras; esta complejidad se expresaba sobre todo en paradojas y elipsis. El culteranismo, por el contrario, extendía la forma de un significado mínimo y se distinguía por la complejidad sintáctica, por el uso constante del hipérbaton, que hace muy difícil la lectura, y por la profusión de los elementos ornamentales y culturalistas en el poema, que debía descifrarse como un enigma. Ambos parecen sin embargo las caras de una misma moneda que intentaba aquilatar la expresión para hacerla más difícil y cortesana. Luis de Góngora atrajo a su estilo a poetas importantes de personalidad muy acusada, como el Conde de Villamediana, Gabriel Bocángel, sor Juana Inés de la Cruz o Juan de Jáuregui, mientras que el conceptismo tuvo a seguidores más templados, como el Conde de Salinas o imbuidos de un culto casticismo, como Lope de Vega o Bernardino de Rebolledo.

La prosa en el Siglo de Oro ostenta géneros y autores que han pasado a la historia de la literatura universal. La conquista de América dio lugar al género de las Crónicas, entre las que podemos encontrar algunas obras maestras, como las de Fray Bartolomé de las Casas, el Inca Garcilaso de la Vega, Bernal Díaz del Castillo, Antonio de Herrera y Tordesillas y Antonio de Solís. También son espléndidas algunas autobiografías de soldados, como las de Alonso de Contreras o Diego Duque de Estrada. La primera obra maestra fue sin duda La Celestina, pieza teatral irrepresentable y originalísima obra de un desconocido autor y de Fernando de Rojas, que marcó para siempre el Realismo en una parte esencial de la literatura española, cuya riqueza abona también ficciones caballerescas tan maravillosas y fantásticas como los libros de caballerías, menos leídos en la actualidad de lo que merecen, habida cuenta de que figuran entre sus piezas más destacadas novelas como Tirante el Blanco, escrita en valenciano, Amadís de Gaula o el Palmerín de Inglaterra; un autor característico del género fue Feliciano de Silva.

Baltasar Gracián.

La novela picaresca tiene entre sus máximas creaciones, obras maestras como el anónimo Lazarillo de Tormes, una sátira anticlerical y descarnada de las ínfulas de nobleza y el sentido de la honra de la clase alta; la Vida del pícaro Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán, pesimista reflexión sobre el destino humano; la Vida del escudero Marcos de Obregón de Vicente Espinel, llena por el contrario de alegría de la vida; La vida del Buscón de Francisco de Quevedo, una obra maestra del humor y del lenguaje conceptista, y la obra de enigmática autoría Estebanillo González, que ofrece una visión espléndida de la decadencia de España en el escenario europeo, y de la Guerra de los Treinta Años. La novela cortesana suministró las obras maestras que constituyen las Novelas ejemplares de Miguel de Cervantes, cada una en sí misma un experimento narrativo; su inmortal Don Quijote de la Mancha, de la que habría que escribir capítulo aparte a causa de la riqueza de los contenidos y cuestiones que plantea y que viene a ser la primera novela polifónica de la literatura europea. La novela pastoril cuenta con obras maestras como las Dianas de Jorge de Montemayor y de Gaspar Gil Polo, o Siglo de Oro en las selvas de Erifile de Bernardo de Balbuena. La novela bizantina cuenta con ejemplos como El peregrino en su patria de Lope de Vega, quien realiza la hazaña de incluir todas sus aventuras en la Península, o el Persiles de Cervantes.

 

Novela filosófica emparentada con este género es el Criticón, de Baltasar Gracián, alegoría de la vida humana. La prosa doctrinal, en ciernes ensayística, tiene por autores modélicos a Pero Mexía, Luis Zapata, Fray Antonio de Guevara (Epístolas familiares), Fray Luis de León (De los nombres de Cristo), San Juan de la Cruz (Comentarios al Cántico espiritual y otros poemas), Francisco de Quevedo (Marco Bruto y Providencia de Dios) y Diego Saavedra Fajardo (República literaria y Corona gótica).

Miguel de Cervantes

(Alcalá de Henares, España, 1547-Madrid, 1616) Escritor español. Cuarto hijo de un modesto médico, Rodrigo de Cervantes, y de Leonor de Cortinas, vivió una infancia marcada por los acuciantes problemas económicos de su familia, que en 1551 se trasladó a Valladolid, a la sazón sede de la corte, en busca de mejor fortuna.

Allí inició el joven Miguel sus estudios, probablemente en un colegio de jesuitas. Cuando en 1561 la corte regresó a Madrid, la familia Cervantes hizo lo propio, siempre a la espera de un cargo lucrativo. La inestabilidad familiar y los vaivenes azarosos de su padre (que en Valladolid fue encarcelado por deudas) determinaron que su formación intelectual, aunque extensa, fuera más bien improvisada. Aun así, parece probable que frecuentara las universidades de Alcalá de Henares y Salamanca, puesto que en sus textos aparecen copiosas descripciones de la picaresca estudiantil de la época.

En 1569 salió de España, probablemente a causa de algún problema con la justicia, y se instaló en Roma, donde ingresó en la milicia, en la compañía de don Diego de Urbina, con la que participó en la batalla de Lepanto (1571). En este combate naval contra los turcos fue herido de un arcabuzazo en la mano izquierda, que le quedó anquilosada. Cuando, tras varios años de vida de guarnición en Cerdeña, Lombardía, Nápoles y Sicilia (donde adquirió un gran conocimiento de la literatura italiana), regresaba de vuelta a España, la nave en que viajaba fue abordada por piratas turcos (1575), que lo apresaron y vendieron como esclavo, junto a su hermano Rodrigo, en Argel. Allí permaneció hasta que, en 1580, un emisario de su familia logró pagar el rescate exigido por sus captores.

Ya en España, tras once años de ausencia, encontró a su familia en una situación aún más penosa, por lo que se dedicó a realizar encargos para la corte durante unos años. En 1584 casó con Catalina Salazar de Palacios, y al año siguiente se publicó su novela pastoril La Galatea. En 1587 aceptó un puesto de comisario real de abastos que, si bien le acarreó más de un problema con los campesinos, le permitió entrar en contacto con el abigarrado y pintoresco mundo del campo que tan bien reflejaría en su obra maestra, el Quijote, que apareció en 1605. El éxito de este libro fue inmediato y considerable, pero no le sirvió para salir de la miseria. Al año siguiente la corte se trasladó de nuevo a Valladolid, y Cervantes con ella. El éxito del Quijote le permitió publicar otras obras que ya tenía escritas: los cuentos morales de las Novelas ejemplares, el Viaje del Parnaso y Comedias y entremeses.

En 1616, meses antes de su muerte, envió a la imprenta el segundo tomo del Quijote, con lo que quedaba completa la obra que lo sitúa como uno de los más grandes escritores de la historia y como el fundador de la novela en el sentido moderno de la palabra. A partir de una sátira corrosiva de las novelas de caballerías, el libro construye un cuadro tragicómico de la vida y explora las profundidades del alma a través de las andanzas de dos personajes arquetípicos y contrapuestos, el iluminado don Quijote y su prosaico escudero Sancho Panza.

Las dos partes del Quijote ofrecen, en cuanto a técnica novelística, notables diferencias. De ambas, la segunda (de la que se publicó en Tarragona una versión apócrifa, conocida como el Quijote de Avellaneda, que Cervantes tuvo tiempo de rechazar y criticar por escrito) es, por muchos motivos, más perfecta que la primera, publicada diez años antes. Su estilo revela mayor cuidado y el efecto cómico deja de buscarse en lo grotesco y se consigue con recursos más depurados. Los dos personajes principales adquieren también mayor complejidad, al emprender cada uno de ellos caminos contradictorios, que conducen a don Quijote hacia la cordura y el desengaño, mientras Sancho Panza siente nacer en sí nobles anhelos de generosidad y justicia. Pero la grandeza del Quijote no debe ocultar el valor del resto de la producción literaria de Cervantes, entre la que destaca la novela itinerante Los trabajos de Persiles y Sigismunda, su auténtico testamento poético.

"There's No Way to Say God Bye"